El carnaval, Semana Santa, el diablo y el alcohol

BUSCANDO UN EQUILIBRIO QUE NOS AYUDE A VIVIR EN EL MUNDO



1. CARNAVAL Y SEMANA SANTA

Si bien hay registros del uso de la palabra Carnaval, en el castellano, allá por los años en que los españoles llegaron a América, éste no se popularizó hasta el siglo XVII. Carnaval viene del italiano carnelevare que significa: quitar carnes, y esto se decía por ser el comienzo del ayuno de la Cuaresma.

Otra definición de diccionario es «tres días anteriores al Miércoles de Cenizas». Pareciera que para el sentir y el pensar cristianos, el Carnaval es lo que sucede antes de la tristeza de la Cuaresma, la que llegará hasta la Resurrección de Semana Santa.

No hay dudas de que para el quebradeño existe esa relación directa entre el Carnaval y las Pascuas, aunque tal vez el tiempo y la costumbre le haya cambiado el orden. Ya no es tanto el Carnaval la última fiesta antes de comenzar la Cuaresma, sino que la Cuaresma, y las procesiones pascuales Punta Corral y al Abra de Punta Corral, son la limpieza necesaria de los pecados carnavaleros. Al derecho o al revés, para la Semana Santa sonarán las cañas-sikus, y para el Carnaval, las anatas.

El hombre busca así el equilibrio que le ayude a vivir en el mundo, con la cultura y la religión del sitio en el que le ha tocado nacer. El hombre quebradeño lo encuentra entre dos excesos: el de soplar las anatas y bailar durante todos los días que dure el Carnaval, como si se tratara de una prueba de resistencia, y el de subir al cerro con la banda de sikuris, lo cual no es menos extenuante.

2. CARNAVAL Y EL DIABLO

Vámonos compañerito
zarandeando la bandera
echando coplas al viento
con mi comparsa diablera.

Anata, en lengua de los aymaras, es Carnaval. Anatari es «el que juega». En queshwa, Carnaval se dice Pucllana, lo que también se entiende por jugar. Pucllay, con la misma raíz en un idioma aglutinante como lo es el del los Incas, es en muchos sitios el nombre de la deidad que se venera en Carnaval, y el responsable último de sus excesos.

Sin embargo, no es su imagen tragicómica la que impera hoy en la Quebrada. El Pucllay, o Pujllay, que duerme en los mojones desde el Miércoles de Cenizas y hasta su desentierro, y que acompaña a las comparsas, revoleando la cola, entre los disfrazados y los bailarines, es más parecido al Diablo cristiano. Al Pujllay, «lo pintan como un dios efímero, que viene y se pone a llorar como ebrio sentimental y lírico. Preside el Carnaval, pero no con la solemnidad y el terror, arma de los dioses, sino con la «farsa», dice Adolfo Colombres.

Pero el patrono de nuestro Carnaval no es tampoco la tenebrosa imagen del Supay. La comparsa no se parece en nada a la Salamanca, lugar donde se reúnen los acólitos del Diablo para aprender sus artes. «Es el Diablo, y como tal, no es el producto genuino del espíritu quichua, ni la tradición incontaminada del demonio español», dice Ricardo Rojas. Había un dios griego que por medio de la embriaguez y de la música, hacía que las gentes se sintieran todas una sola cosa con la naturaleza.

Tal vez el Diablo carnavalero pueda parecerse más a este Dionisio. «Al tiempo que el cristianismo fue ganando importancia, la mayoría de la gente empezó a considerar a los dioses de la antigua religión como demonios », explica una enciclopedia. El Diablo de los mojones probablemente haya sido un dios telúrico desterrado con las tropas del Angel Caído.

3. CARNAVAL Y ALCOHOL

Palomita palomita
paloma de la Quebrada
cuando llega el Carnaval
palomita bien machada.

Dicen también que el Carnaval Andino es una reducción del Kapaj Inti Raymi, festividad que comenzaba en Diciembre para terminar en el mes de Marzo. Waman Poma de Ayala le adjudica sólo al primero de esos meses. «Y después del sacrificio hacían grande fiesta, comían y bebían a la costa del Sol y danzaban taquíes (danza ceremonial) y grandemente de beber en la plaza pública de Cuzco y en todo el reino». Paso seguido explica la dureza de las leyes para cuando un delito era cometido en estado de ebriedad, «y así, en aquel tiempo, no había tanto borracho como ahora».

Quien conoció la Quebrada en Carnaval estará tentado a suponer, como algunos afirman, que la nuestra es una cultura del alcohol. Algunos testimonios recogidos en esta revista, recuerdan que en el Carnaval de antaño se bebía con más moderación. «Una de las buenas cosas de la vejez», decía una vecina, «es poder criticar en los jóvenes las cosas que hacíamos en nuestra juventud».

Puede ser cierto que una o dos generaciones atrás se bebiera menos, o puede ser también que la memoria engañe. Puede ser que en los tiempos anteriores a la llegada del español, el Kolla fuera más sobrio de lo que lo son sus herederos. El Carnaval es sin dudas una fiesta que invita a los excesos. No caben aquí las explicaciones que los científicos puedan dar de ello desde la antropología o desde la psicología, aunque alcanzará para que pensemos en cual es la medida del consumo de alcohol en nuestras vidas, en nuestras fiestas y en nuestra cultura.

Queremos terminar estas palabras de introducción con otras, escritas hace alrededor de 3.000 años por el filósofo griego Platón: «¡No vilipendiemos el regalo recibido de Dionisio, pretendiendo que es un mal obsequio y no merece que una república acepte su introducción! Bastará una ley que prohiba a los jóvenes probar vino hasta los dieciocho años, y hasta los treinta prescriba que el hombre lo pruebe con mesura, evitando radicalmente embriagarse por beber en exceso.

A partir de los cuarenta nuestra ley permitirá invocar en banquetes a todos los dioses y, va de suyo, una especial invocación dirigida a Dionisio, en vista de ese vino que, a la vez sacramento y solaz de los hombres de edad, les ha sido otorgado por el dios como un fármaco para el rigor de la vejez, para rejuvenecernos, haciendo que el olvido de lo que aflige al anciano descargue su alma de rudeza, y le preste más jovialidad.»